lomejordelvinoderioja

Una vieja historia

De crío me gustaba escuchar las batallitas de los viejos. Recuerdo al señor Sabino, padre de mi tío Paco, sentarse trabajosamente en un banquito de la huerta y suspirar: «¡Harto hemos trabajado tu abuelo Pío y yo juntos en el campo!».

Me gustaba escucharlos porque de sus bocas se descolgaban palabras hermosas y hoy casi olvidadas -corquete, dalle, comportón, majuelo, renque-, vestigios verbales de cuando los vendimiadores (¡también los niños creciditos!) desayunaban orujo, anís o moscatel con galletas y luego doblaban el espinazo, adoptando espantosas posturas de contorsionista, hasta que por el horizonte aparecía una señora con una olla formidable y todavía humeante, una olla de caparrones con tocino o de patatas con chorizo o de bacalao con tomate, una promisoria olla que iba siempre acompañada por una bota de vino a la que todo el mundo le pegaba alegres tientos.

Ahora, en cambio, los tractores tienen radio y aire acondicionado, las bodegas se han convertido en asépticos mundos de acero inoxidable, los enólogos universitarios han sustituido a los viejos alquimistas y los vendimiadores ya no suelen ser mozos del pueblo, sino muchachos que han llegado -vete a saber cómo- del Senegal o de Malí, negros como el tizón, musculosos y probablemente abstemios (al menos de vino); pero mientras se siga cortando uva a mano, haya barricas de roble en los calaos y los pueblos mantengan esa efervescencia febril de la vendimia, La Rioja no será como Sudáfrica, Chile o California, lugares sin duda fecundos, pero en los que el vino, despojado de toda tradición, es solo un negocio de moda.

Recibe nuestras newsletters en tu email

Apúntate