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Robert Parker, la 'nariz' más influyente del mundo del vino. / JUAN MARÍN

Saber leer entre viñas y tener pico fino (I)

  • El enólogo argumenta que el catador no nace, sino que se hace y recuerda que el primer instinto del bebé es reconocer el pecho de su madre por el olfato

  • El profesor Palacios desmonta en una nueva entrega de 'mitos y leyendas' el miedo habitual de los consumidores a percibir y describir los aromas del vino

La gran masa de consumidores siente pavor al enfrentarse al vino. En ese contexto de miedo escénico, la gente dirime no conocerlo, no entenderlo, no saber descifrarlo y necesitar asistencia técnica para llegar al clímax interpretativo del mismo. Es cuando llega por suerte el avezado catador de oficio a sacarle de sus tinieblas enófilas y salvarle de su repudiable ignorancia sensorial. Cuántas veces he tenido que escuchar en reuniones esa temida pregunta: «¿oye, tú que sabes de vinos, qué tal si pedimos otra botellita de éstas, o pedimos otro? Es que yo no tengo ni idea y no me atrevo a decidir por si hago el ridículo». O ésa otra que reza: «venga cuéntanos, tú que entiendes, ¿a qué tiene que oler este vino?», mientras todos los ojos te enfocan esperando ilumines sus pituitarias mientras tú piensas en silencio qué decir ante tal expresión verbal [«tener que» + «infinitivo» expresa obligación o necesidad, actitudes poco apetecibles cuando bebemos vino].

Ciertamente, hemos de lamentar los involucrados en el sector que el gran público sienta pánico cuando está acompañado de un producto derivado del sector primario, que es el fruto del esfuerzo del hombre y cuyo proceso proviene de algo tan natural y ancestral como es la fermentación de la uva.

Así que aquí nos proponemos derrumbar el mito de las amplias y voraces tragaderas del consumidor mediocre y del catador que nace, no se hace. Mentira y gorda: todos somos catadores desde el momento en que llegamos a este mundo. Lo primero que hacemos al nacer es amochar nuestra nariz en el pecho de mamá y reconocerla por su aroma, además de su innato cariño. Una vez reconocida, abrimos nuestra boca y nos amamanta con toda su ternura. Por suerte, y en ese momento íntimo, no necesitamos interpretaciones ni explicaciones para saborear tan grato elixir. Podemos afirmar entonces: «si cato, existo».

Siguiendo el esquema anterior, podemos decir que el olfato es un sentido muy primario encargado de detectar los olores, simple y llanamente por una cuestión de supervivencia animal en un medio ambiente que nos puede resultar hostil. Es un sistema quimiorreceptor muy poderoso en el que actúan como estímulos las partículas aromáticas u odoríferas desprendidas de los cuerpos volátiles.

La pituitaria olfativa humana posee más de 10.000 receptores específicos diferentes para los aromas. La fisiología básica del funcionamiento del sentido del olfato fue explicado por dos científicos: Richard Axel (Universidad de Columbia, en Nueva York) y Linda Buck (Centro de Cáncer Fred Hutchinson, en Seattle), galardonados con el Premio Nobel de Medicina en el año 2004 por dar luz y conocimiento a uno de los sentidos más necesarios, poderosos y enigmáticos del ser humano.

Los objetos olorosos liberan a la atmósfera moléculas volátiles transportadas por el aire que percibimos al inspirar gracias a los receptores de la pituitaria. Estas moléculas alcanzan la mucosa olfativa, que consta de tres tipos característicos de células: las células olfativas sensoriales, las células de sostén y las células basales, que se dividen aproximadamente una vez al mes y reemplazan a las células olfativas moribundas.

Interesante este concepto de refresco celular continuo para mantener a punto y en buen estado de funcionamiento nuestro radar de detección de moléculas odorantes. Parece el diseño de una maquinaría perfecta creada en una serie de ciencia ficción, pero no, en realidad se trata de nosotros mismos.