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Los que labran no leen y los que leen no labran

Labranza con animales. :: Reuters
Labranza con animales. :: Reuters
  • Ibáñez rememora documentalmente los esfuerzos en la etapa de la Ilustración para que el saber científico llegase a los viticultores

  • El profesor Ibáñez rebusca en la Historia el papel del párroco como instructor agrícola

Al padre J. B. Olarte, hombre de muchas luces

El siglo de las luces también lo fue para la agronomía y la enología. A partir de la segunda mitad del siglo XVIII comenzaron a aparecer en Francia numerosos tratados que dotaron de rigor científico a estas disciplinas. Podemos citar, por poner algunos ejemplos, el Curso completo de agricultura del Abate J. F. Rozier publicado en Francia en 1799 y luego traducido al español por Juan Álvarez Guerra. Esta obra en forma de diccionario enciclopédico incluía la entrada vino, que corrió a cargo de J. A. Chaptal quien la amplió posteriormente y compuso en 1801 su Tratado teórico y práctico sobre el cultivo de la vid, con el arte de hacer el vino, los aguardientes, espíritu del vino, vinagres simples y compuestas, editado en París. Algunos años después, en 1807, escribió El arte de hacer el vino, considerado como el primer tratado de enología. Tratado que vertió pocos años después al castellano Francisco Carbonel y Bravo, aunque nos lo vendió como obra original.

Además de estas luces llegadas desde Francia, España contaba con su propia tradición agronómica que arrancaba en el siglo XVI, con el Tratado de agricultura de Alonso de Herrera de 1513, primero escrito en castellano y que por ello contó con la dificultad de dotar de tecnicismos agronómicos a esta lengua entonces aún vulgar, cuando aún seguía el latín como lengua de la cultura y la ciencia. Esta obra fue reeditada en infinidad de ocasiones y conoció una amplia difusión no solo en España sino también en Europa gracias a las traducciones. En la edición actualizada de 1818 Rojas Clemente señala que después del Quijote, era la obra española más publicada.

No hay que olvidar Los doce libros de agricultura, que escribió en latín en los primeros años de la era cristiana Lucio Junio Moderato Columela y que tradujo al castellano en 1824 J. María Álvarez de Sotomayor y Rubio. Ni tampoco el Libro de agricultura del Abu Zacaria, escrito en árabe en el siglo XIII, y que puso en castellano Josef Antonio Banqueri en 1802 quien estima que hace un importante «servicio al público» al ofrecerle la traducción, dado «el grande y principal influjo que tiene la agricultura en la felicidad del estado» y porque considera que «es la primera ciencia del hombre».

En la obra de Chaptal Química aplicada a la agricultura en el prólogo del traductor Juan Plou señala que «no basta decir, quiero ser agricultor, se necesita saberlo ser; es preciso tener los conocimientos necesarios para poder ejercer este arte con la perfección que se requiere». La agronomía y la enología van a surgir de la química, así Juan Plou señala la necesidad de «enseñar químicamente el arte de la agricultura», para formar agricultores instruidos: «. lo que sí sería de desear es que se estableciesen buenas escuelas en las que se enseñase químicamente el arte de la agricultura», con el fin de contar con agrónomos instruidos, quienes abandonando «las antiguas rutinas» podrían establecer «científicamente un sistema de cultivo sobre bases más sólidas hasta aquí, y por este medio la agricultura podría llegar a un estado de brillantez y de perfección que no adquirirá jamás de otro modo».

Se hacen esfuerzos para que el saber ilustrado llegue al agricultor y con ese fin se creó en España, por iniciativa de la Real Sociedad Matritense, una publicación periódica, el Semanario de Agricultura que comenzó en 1797, con el fin de que fueran los mismos párrocos los que extendieran las luces en las «provincias», pues «sabemos que en España los que labran no leen, y los que leen no labran» y es una pena que habiendo como había a finales del siglo XVIII «tantas y tan buenas obras escritas con el mismo celo de instruir en las labores a la gente del campo» dichas obras «solo ocupan los estantes de los estudiosos, y apenas se hallarán en casa de un cultivador práctico» se dice en el Semanario. Ante esta situación había que «hallar un medio para extender en las provincias las luces sin dar al labrador la molestia de leer» y este no es otro que «dirigir un Semanario a los párrocos para que, sirviéndoles al mismo tiempo de lectura agradable, excite frecuentemente su celo a fin de que comuniquen a sus feligreses los adelantamientos, las mejoras, industrias e invenciones que se publiquen, bien seguros de que se irán aprovechando de ellas».